Contra la ciencia y la moral, y bajo el signo del paganismo, encarnado en el dios griego -el sátiro que simboliza, entre sus muchas atribuciones, la pasión de vivir y el espíritu trágico- se erige el pensamiento estético de Friedrich Nietzsche. Desde su primer libro, que no por casualidad es de estética, El nacimiento de la tragedia, pone de manifiesto el papel esencial del arte en la vida del hombre, y propone un anti-orden de valores basado no en la verdad y el bien de la tradición socrática-cristiana-idealista, sino en el arte como la "tarea suprema y la actividad propiamente metafísica". Que el arte es lo opuesto de la verdad es una convicción que no lo abandonará nunca, incluso cuando ya la razón lo abandonaba. Uno de los fragmentos de La voluntad de poder concluye así: "El arte nos salva de perecer en la verdad". Y al tomar partido por lo dionisíaco y no por lo apolíneo, su antítesis, el filósofo apuesta por el arte no representativo y no discursivo, por el único arte estrictamente puro: la música.
El nacimiento de la tragedia (en el espíritu de la música según el subtítulo de la segunda edición, de 1874), fue gestado bajo la inspiración de la música y la visión dionisíaca del mundo. Y fue dedicado a uno de los seres que más quiso, admiró y odió: Richard Wagner, a quien conociera en 1869, cuando el entonces filólogo contaba 25 años. Nietzsche vio en el músico, además de una imagen del padre que lo dejara huérfano en la temprana infancia, un verdadero interlocutor intelectual, con quien llegó a compartir no pocas ideas sobre el arte, en general, y la música, en particular. La historia de esta relación no deja de ser paradójica, porque, al parecer, en un principio, Nietzsche, como tantos otros en su momento, se había mostrado reticente a la música de Wagner. Pero a raíz de la audición del preludio de Tristán e Isolda y la obertura de Los maestros cantores queda literalmente deslumbrado y se confiesa wagneriano de tiempo completo: "A su lado se siente uno como cerca de lo divino", llegó a declarar en los momentos de entusiasmo.
Esa amistad entre dos genios de la más rara estirpe, una de las más célebres de su tiempo, pasó, como es harto conocido, de la compenetración absoluta al distanciamiento radical. De ello dan cuenta escritos de la madurez del filósofo recogidos en los volúmenes Ecce Homo, El caso Wagner y Nietzsche contra Wagner. El culto al semidiós que significa la consagración de Bayreuth, la ambición desmedida de Wagner, su megalomanía y sus juegos de poder siembran el desencanto en el corazón de Nietzsche. Porque siente que el autor de Lohengrin ha traicionado los ideales supremos del arte. Y como si fuera poco, las tendencias antisemitas manifestadas por Wagner también contribuyen al deterioro de la amistad. Lo trata de decadente y de putrefacto. Pero el incidente que desborda la ira y el desprecio de Nietzsche es el estreno de la última ópera, Parsifal, en la cual aborda Wagner el tema de la leyenda medieval del Santo Grial para dar expresión a su idea de la redención en la tradición cristiana. Esto tiene para Nietzsche el peso de una traición. Si Wagner había encarnado, a su juicio, el renacimiento de la tragedia ática antigua, ese giro hacia sentimientos cristianos le resultaba sencillamente inaceptable.
Aunque de repercusiones trascendentales, más para Nietzsche que para Wagner, cuya figura dominaba el panorama musical europeo, y en torno a la cual se aglutinaban los aduladores de oficio, no fue este encuentro, como suele creerse, el detonante de la pasión musical en el joven Nietzsche. Porque, en efecto, desde muy temprano, a los 10 o 12 años, cuando inicia sus estudios de piano (algo habitual en el seno de las familias cultivadas en la Europa decimonónica), se hace manifiesta su melomanía y empieza a escribir piezas musicales.
Antes de su deslumbramiento con Wagner, los gustos musicales de Nietzsche se dirigían hacia el pasado: Palestrina, Bach, Händel, Mozart, Beethoven, así como también hacia los compositores del romanticismo, en boga en su juventud. Así lo reflejan sus propias obras, el secreto mejor guardado del filósofo, que después de cien años, no termina de asombrar. De estos compositores, como Schubert, Schumann, Mendelssohn -no así Liszt- están, sin duda, impregnadas sus creaciones, de pequeño formato, auténticas miniaturas o -más cerca de su temperamento- aforismos musicales, que fueran revelados al mundo en 1976, cuando se publicó en Basilea El legado musical de Nietzsche, un volumen con todas sus partituras, bajo el cuidado de uno de sus biógrafos, el musicólogo Curt Paul Janz. Hasta entonces no se hablaba de esa faceta más íntima y comprometedora del Nietzsche compositor. Cabe recordar aquí otros pensadores que también incursionaron en la escritura musical: Descartes, Rousseau y Adorno.
La gaya música
El catálogo nietzscheano incluye más de medio centenar de composiciones instrumentales y vocales: para piano solo, piano y violín, piano a cuatro manos, voz y piano, coro a capella, e incluso, algo que no deja de llamar la atención, esbozos de obras de carácter religioso -misas, motetes, oratorios- evidentemente más ambiciosas en su concepción y que, por eso mismo, estaban fuera de sus posibilidades de músico no profesional. Quedaron en buenas intenciones y nunca fueron concluidas. Sólo las piezas breves, de estructura muy sencilla, han subsistido completas y se han dado a conocer en grabaciones. Una de ellas es la realizada en este lado del mundo por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, para celebrar, en el año 2000, el primer aniversario de la muerte del filósofo, nacido en 1844.
Era todavía un niño cuando, según refieren sus biógrafos, escuchó Nietzsche el coro del Aleluya de El Mesías de Händel y experimentó una profunda emoción. Pero de no ser por estos testimonios, sería difícil imaginar en el pensador que pregonó la muerte de Dios y fue crítico acérrimo del cristianismo algún interés por la música sacra y litúrgica. No debe perderse de vista, sin embargo, que el Nietzsche compositor precede al Nietzsche que pensaba a contracorriente y filosofaba "a martillazos". Su música, delicada y más bien jovial, ceñida al gusto y los patrones armónicos de la época y ajena a cualquier intención de ruptura, no sólo es prewagneriana sino prenietzscheana. Y aunque logra páginas decorosas e incluso sugestivas -ajustadas a su precepto de que "la música debe ser serena y profunda como una tarde de octubre" (Ecce Homo)- no permiten presentir al intelectual iconoclasta, al hombre atormentado que escribía con sangre. El estudioso Claudio Schulkin lo define como "un compositor intuitivo".
A los 16 años, el inquieto adolescente tiene la iniciativa de crear, junto con dos amigos, una asociación cultural que bautizaron con el nombre de Germania, y cuyo propósito era impulsar la creación de obras poéticas y musicales. Cada uno de ellos debía entregar periódicamente una composición literaria o musical, y en el marco de este compromiso surgen algunas de las piezas que contiene el citado álbum, como Heldenklage (Lamento del héroe) para piano solo. Se trata de una obra de construcción muy simple, con un tema que se repite tres veces con ligeras variaciones.
Se sabe por testimonios de sus contemporáneos que se desenvolvía bastante bien en el piano, sin acceder, ni remotamente, a la categoría de virtuoso. Incluso el propio Wagner le dijo en una oportunidad: "Usted toca demasiado bien el piano para ser profesor de filología". Es natural, pues, que como instrumentista del teclado, conociera Nietzsche la escritura pianística. Y así lo revelan sus composiciones que, en cambio, no despertaron el más mínimo entusiasmo en Wagner, ni siquiera cuando, en una oportunidad, lo secundó en la interpretación de una de sus piezas para piano a cuatro manos: la Monodie à deux. Wagner estaba sumergido ya en sonoridades ampulosas y complejas, en la búsqueda de cromatismos nuevos; estaba obsesionado con lo que denominaba "la música del futuro", materializada en "la obra de arte total" cuya expresión era el drama musical alemán, fastuoso, grandilocuente y de alcance masivo. Por supuesto las obritas de cámara de su amigo, íntimas y modestas, no le decían nada.
Para piano a cuatro manos es también una de sus páginas más extensas, Nachklang einer Sylvesternacht (Ecos de una noche de San Silvestre). Nietzsche regaló una copia de la partitura a su amiga Cosima Liszt, hija de Franz y esposa de Wagner, y el día en que se dispusieron a escuchar la pieza, Wagner se retiró del recinto antes de que concluyera la ejecución de los pianistas, y se expresó de manera despectiva de la composición. Estaba convencido de que Nietzsche no tenía talento para la escritura musical.
Como el creador literario que era -escribió poemas y su prosa como tal, también es literatura-, entre las piezas interesantes del catálogo de Nietzsche se destacan las canciones sobre textos poéticos con acompañamiento de piano, en la mejor tradición del lied alemán, y con resonancias muy notorias de Schubert y de Schumann. El disco al cual me refiero, con intérpretes mexicanos, incluye varios de estos lieder (que también grabara hace unos años el sin par Dietrich Fisher Dieskau), como son los titulados Aus der Jugendzeit (De la juventud), sobre un poema de Friedrich Rückert y Das Kind an die Erloschene Kerze (El niño de la vela extinguida), a partir de un poema de Adalbert von Chamizo. En el verano de 1865 escribe Die Junge Fischerin (La joven pescadora), una de las pocas canciones para las cuales no recurrió a textos ajenos sino a uno de su propia cosecha. Atractivo particular tiene Gebet an das Leben (Oración a la vida), su última composición, y cuya autora literaria es Lou Andreas Salomé, su musa y el gran amor -no correspondido por cierto- del filósofo.
El poder de la música
"La música nos habla a menudo más profundamente que las palabras de la poesía, en cuanto que se aferra a las grietas más recónditas del corazón", sentenció el filósofo-músico cuando apenas era un adolescente. Las teorías estéticas de Nietzsche, especialmente en lo que se refiere al arte de los sonidos, no se pueden entender sino en la perspectiva de la estética romántica y, en particular, del pensamiento de Artur Schopenhauer cuya lectura, a los 20 años, tuvo para él el efecto de una revelación.
En la escala de valoraciones de Nietzsche ocupa la música un puesto preferencial entre las demás manifestaciones artísticas. No sólo la considera como la máxima expresión del espíritu humano, sino que le reconoce una dimensión metafísica y ontológica privilegiada. En tal concepción resuenan los ecos de esa obra mayor que es El mundo como voluntad y representación, en donde a la música, lenguaje universal, se le atribuye un poder que no tienen las demás artes. Ni siquiera la filosofía. Porque la música, dice Schopenhauer, no expresa el fenómeno sino el ser verdadero del mundo; porque es capaz de penetrar la esencia del ser de las cosas y la quintaesencia del mundo, la voluntad misma. Puede ir, incluso, más allá de las ideas, por lo que su rango es similar al de la Idea platónica. En esta constelación de reflexiones se inserta el pensamiento musical nietzscheano, pensamiento de madurez, que valora por encima de todo el concepto de música pura: música absoluta que está por encima del logos y de la razón analítica, despojada no sólo del verbo, sino de cualquier función o intención. En este sentido, la distancia con respecto de Wagner se hace también evidente.
Tan esencial como el aire es la música para el hombre. Pero, además, en una dimensión ética, es factor de plenitud y antídoto contra el sufrimiento. "¡Qué poco se necesita para la felicidad! El sonido de una gaita. Sin música, la vida sería un error". El citadísimo pasaje de El crepúsculo de los ídolos encierra, ciertamente, una de las más elocuentes profesiones de fe en el milagro de la música que, desde Orfeo, apacigua a las fieras y no cesa de emocionarnos e interrogarnos.
Bibliografía
-NIETZSCHE F. El nacimiento de la tragedia. Madrid: Alianza Editorial, 1997.
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