EL TRABAJO POR COMPETENCIAS EN EL PRÁCTICUM:
Cómo organizarlo y Cómo evaluarlo
Competencies-Based
Work in the Practicum:
How to Organize
and Evaluate It
Por José Tejada Fernández
Universitat Autónoma de Barcelona
Departamento de Pedagogía Aplicada
jose.tejada@uab.es
Facultat de Ciènies de I Educació. 08193
Bellaterra-CerdanyolaBarcelona, España.
Resumen
I. Un anuncio...
II. Las competencias profesionales...
III. La formación por competencias...
IV. El prácticum por competencias
Referencias
Desarrollo:
Resumen
El presente artículo centra la atención en el trabajo por competencias
en el prácticum. La consideración de la insuficiencia de la formación inicial
predispone a asumir el prácticum como un espacio privilegiado de
socialización-iniciación profesional. Para ello se asume la competencia
profesional como referente formativo de esta etapa. Una vez conceptualizada la
competencia profesional y la formación basada en competencias, se abordan
algunas de las implicaciones de tal asunción en el diseño, desarrollo-gestión y
evaluación del prácticum.
Palabras clave: Prácticum, competencia profesional, formación
basada en competencias, gestión del prácticum, evaluación del prácticum.
Si la universidad pretende hacer formación profesional, que no abandone
el lenguaje de los saberes sino que lo integre al lenguaje más general de las
competencias. ¡Qué, para comenzar, rompa con la ficción de que el saber es por
sí mismo un medio de acción! ¡Qué no mantenga la ilusión de que para pasar a la
acción es suficiente contar con saberes procedimentales! ¡Que reconozca que la
puesta en obra de los saberes en situaciones complejas pasa por otros recursos
cognitivos! ¿Se trata de eso que se llama a veces saberes “prácticos”? [...]
saberes declarativos o procedimentales que no son producidos por la universidad
ni por ninguna institución de formación, sino que forman parte de los saberes
profesionales o de los “saberes experienciales” (Perrenoud, 1994, pp. 25-31).
I. Un anuncio y tres consideraciones a modo de introducción
Se necesitan licenciados en………….,
ingenieros………………… con experiencia
contrastada para ………………..,
contrato
indefinido,
remuneración …………….
Esta información de apariencia banal, diaria y constante en los anuncios
de empleo en los medios de comunicación, que el propio lector puede completar a
su gusto y ubicarle la fecha, puede permitirnos iniciar nuestra reflexión con
algunas consideraciones.
1.1. Insuficiencia de la
formación inicial
Las nuevas modificaciones en el mundo del trabajo, sobre todo a causa de
la introducción de las nuevas tecnologías, generan nuevas necesidades
formativas, ante las cuales el aula y la institución de formación se muestran
impotentes para su satisfacción. Más allá de las reformas habidas y su
insuficiencia por la continua demanda sociolaboral, ante el acelerado y
progresivo cambio, se observa cómo las propias empresas pasan a constituirse en
instituciones formativas, productoras de competencias y cualificaciones
concretas e inmediatas.2 Se evidencia, pues, que la formación
inicial para el trabajo es insuficiente para satisfacer las demandas de los
empleadores o los requerimientos del mundo del trabajo. Esta insuficiencia
puede ser debida a dos razones básicas en la articulación curricular de dicha
formación inicial: a) la oferta formativa está desconectada del mundo de
necesidades sociales y b) el desarrollo de la formación se apoya más en la
teoría que en la práctica. La formación no puede consistir solamente en aprobar
asignaturas tal y como se plantean en las instituciones educativas. Es
necesario integrar conocimientos experienciales y prácticas. La discrepancia
cada vez mayor entre formación y empleo puede explicarse por el hecho que las
aptitudes que los certificados confirman no bastan para desarrollar
competencias en el trabajo, debido principalmente a las profundas diferencias
entre las condiciones de socialización en la escuela y dentro de la empresa
(Delcourt, 1999, p. 12). Si centramos nuestra mirada en la universidad
estaríamos de acuerdo en que su papel es preparar a los alumnos para ejercer
una profesión. Sus títulos parecen abocados a ello, y los alumnos seguramente
pretenden ejercer la carrera profesional que representan sus estudios. Pero
resulta que ni los currícula ni aun los profesores son capaces de orientar esos
estudios a la adquisición de las habilidades propias de la profesión, con lo
que el divorcio entre teoría y práctica es claro. Pero, por el contrario, hemos
de asumir que los procesos y las condiciones para generar y transmitir
conocimientos son actualmente cada vez menos disociables de los procesos y
condiciones de la producción. Existe, pues, la necesidad de sintonizar, por un
lado, la formación con el trabajo y, por otro, la producción con la innovación.
Es cierto que se están haciendo esfuerzos para salir del modelo decimonónico en
que ha vivido la universidad hasta ahora y que se han introducido prácticas externas,
pero nadie negará que lo importante es “aprobar” las materias o asignaturas que
articulan el plan de estudios, sin que se justifique su presencia en éste desde
su conexión con el desempeño profesional. La sociedad y el mundo que ocupa a
nuestros profesionales son conscientes de ello, y así lo manifiestan
reiteradamente: nuestros titulados no poseen las competencias básicas para el
desempeño profesional en un puesto de trabajo3 y que esas competencias, tal y como
están las cosas, sólo pueden adquirirlas en el ejercicio laboral. Por todo
ello, habremos de admitir que algo no funciona en la conjunción
formación-trabajo. Y entre las cosas que no funcionan está el uso de las herramientas
y los procedimientos que se están imponiendo en la mediación ser
humano-información, ser humano-conocimiento, entre otras razones, porque
hacerlo supondría cambiar el qué y el cómo se enseña.4 En cualquier caso, la necesidad del
cambio está asumida en la educación superior desde hace tiempo, otra cosa es su
implantación. Un ejemplo de ello es que hace algunos años la Conferencia
Mundial sobre la educación superior, convocada por la United Nations
Educational, Scientific and Cultural Organization (UNESCO) (1998) estableció
que en un contexto económico, social y tecnológico, caracterizado por los
cambios y la aparición de nuevos modelos de producción basados en el
conocimiento y sus aplicaciones, así como por el tratamiento de la información,
deben reforzarse y renovarse los vínculos entre enseñanza superior, el mundo
del trabajo y otros sectores de la sociedad, para lo cual dicha Conferencia
trazó los siguientes lineamientos:
Combinar estudio y trabajo.
Intercambiar personal entre el mundo laboral y las instituciones de
educación superior.
Revisar los planes de estudio para adaptarlos mejor a las prácticas
profesionales.
Crear y evaluar conjuntamente modalidades de aprendizaje, programas de
transición, de evaluación y reconocimiento de los saberes previamente
adquiridos por los estudiantes.
Integrar la teoría y la formación en el trabajo.
1.2. El prácticum como
espacio privilegiado de inicio a la socialización profesional
La sociedad del conocimiento, entre otras cosas, requiere de individuos
con altas capacidades de aprendizaje, actualizados y de resolución de problemas
complejos. Este requerimiento deviene del incremento de información a gestionar
propiciado por las tecnologías de información y comunicación (TIC) y conlleva
hacer más compleja la toma de decisiones en cualquier situación profesional.
Tradicionalmente la mayor capacidad de resolución de problemas se adquiría con
la experiencia y con un mayor nivel de cualificación. Sin embargo, ahora con la
velocidad del cambio a la que está sometida la sociedad del conocimiento, la
experiencia escasea por definición y las cualificaciones están sujetas al
vaivén del ritmo del cambio. Homs sostiene que:
Escaseando la experiencia, el nivel educativo no es garantía suficiente,
se requiere una “cabeza ordenada”, una cierta dosis de creatividad, una actitud
determinada, una fortaleza de personalidad y una metodología específica para
afrontar la complejidad. Elementos que, en general, no están presentes en la
definición académica de los contenidos de formación (2001, p.10).
La misma definición de competencia profesional ligada a la experiencia y
a un contexto determinado propicia un desplazamiento hacia el sistema laboral
de la propia formación. Y esto no es de extrañar, le corresponde a la
institución (empresa) localizar las competencias (conocer el potencial), con
todo lo que implica evaluar, validar y hacerla evolucionar (desarrollar). Se
atisba una cierta división del trabajo (Zarifian, 1999) entre el sistema
educativo y el sistema laboral, ya que:
a) al primero le corresponde el papel de constituir conocimientos,
validarlos por diplomas y desarrollar las capacidades propias del individuo, y
b) al segundo, le corresponde el papel de emplear esos conocimientos,
combinarlos con la experiencia profesional y la formación continua a efectos de
desarrollar las competencias y validarlas.
Esto da pie a pensar en el nuevo escenario de formación superior
conectada con el mundo del trabajo y sus relaciones e interconexiones. En un
trabajo anterior (Tejada, 2003) apuntaba en torno a la necesidad de integrar
ambos sistemas; es más, se articulaba en torno a un sistema nacional de
competencias profesionales, como respuesta a los desafíos de la formación y el
empleo. En este momento introductorio sencillamente interesa resaltar el
espacio de intersección entre el ámbito laboral y el ámbito formativo como
espacio genuino del prácticum. Más adelante nos ocuparemos de su articulación e
implicaciones para el diseño y desarrollo curricular. De momento, baste con
asumir que entendemos el prácticum5 como:
El periodo de formación que pasan los estudiantes en contextos
laborables propios de la profesión: en fábricas, empresas, servicios, etc.;
constituye, por tanto, un periodo de formación (...) que los estudiantes pasan
fuera de la Universidad trabajando con profesionales de su sector en escenarios
de trabajos reales (Zabalza, 2003, p. 45).
El prácticum se convierte, en este entramado complejo, en el puente
conector de ambos mundos, el formativo y el laboral. Con todo, en la línea de
Zabalza (2003), hemos de gestionar bien los dilemas6 que se nos plantean: desarrollo
personal versus desarrollo científico, profesionalización versus
enriquecimiento cultural, especialización versus polivalencia, institución
formadora versus institución de trabajo, prácticas versus prácticum, etcétera.
1.3. La competencia profesional como referente de la formación
El enfoque de la formación basada en la competencia ha significado un
paso adelante en el sentido de poner mayor énfasis en la globalidad de las
capacidades del individuo y de reconstruir los contenidos de la formación en
una lógica más productiva, menos académica, y más orientada a la solución de
problemas. De todas formas, hay que realizar algunos matices dentro del mismo
enfoque y evitar, de esta forma, la ambigüedad en la que algunos se posicionan
para contrarrestar este planteamiento:
Orientar la formación hacia las competencias no puede reducirse a una
formación más práctica, como contrapunto directo de la teorización de los
planteamientos formativos universitarios, apuntada con anterioridad. Formar
individuos competentes requiere incorporar la experiencia en el propio proceso
formativo, sin el cual no se adquiere la competencia, como veremos
posteriormente.
Abrir el espacio del prácticum para que los individuos puedan
desarrollar sus competencias es un requisito imprescindible en el
planteamiento.
A menudo se contrapone el enfoque de las competencias y el de las
cualificaciones. Una cosa es que se pueda reconocer la competencia a través de
la experiencia y otra, muy distinta, es que para el desarrollo de las
competencias se minusvalore el proceso formativo. De lo contrario, se volvería
a la situación de los años 50-60, en los que la competencia se adquirió a
través de la experiencia, sin una base formativa sólida.
La mejor forma de desarrollar las competencias es articulando formación
y experiencia, no sustituyendo una por otra.
No obstante, hay que tener presente que es este escenario de cambio
constante, el que propicia y justifica la emergencia de un nuevo discurso que
va más allá de la formación para el empleo o para el puesto de trabajo, y que
pone el énfasis en la mejora de las competencias personales y de la
organización. Estas mínimas acotaciones nos dan pie para centrar nuestro
trabajo sobre el trabajo por competencias en el prácticum. Para ello
consideramos necesario abordar una mínima conceptualización sobre competencia
profesional y su formación-desarrollo, como referentes, para después centrarnos
en la organización y evaluación del prácticum desde este enfoque.
II. Las competencias profesionales: conceptualización
El muestrario de definiciones sobre competencias que elaboramos en un
trabajo anterior (Tejada y Navio, 2004),7 nos pone de manifiesto que el concepto
de competencia sigue poseyendo un “atractivo singular”, parafraseando a Le
Boterf (1996): la dificultad de definirlo crece con la necesidad de utilizarlo.
De manera que, en estos momentos, como destaca este autor, más que un concepto
operativo está en vía de fabricación. Pero más allá de esta dificultad, es
necesario concretar y llegar a algunos puntos de síntesis de definición para
nuestro quehacer: a) Una primera nota característica en el concepto de
competencia es que comporta todo un conjunto de conocimientos, procedimientos y
actitudes combinados, coordinados e integrados, en el sentido que el individuo
ha de saber hacer y saber estar para el ejercicio profesional. El dominio de
estos saberes le hacen capaz de actuar con eficacia en situaciones profesionales.
Desde esta óptica, no sería diferenciable de capacidad, erigiéndose el proceso
de capacitación clave para el logro de las competencias. Pero una cosa es ser
capaz y otra muy distinta es ser competente, poseyendo distintas implicaciones
idiomáticas. De hecho, bastantes definiciones así lo resaltan, desde el dominio
o la posesión, etcétera de tales características de forma integral para llegar
a ser capaz o disponer de la capacidad de saber actuar. Estamos ante un
equipamiento profesional o recursos necesarios para tal actividad. Con ello,
llegamos a que las competencias implican a las capacidades, sin las cuales es
imposible llegar a ser competente. Desde lo constitutivo de la competencia nos
parece relevante el planteamiento del profesor Ferrández (1997) que, arrancando
de la capacidad, llega a la competencia. Respecto a la primera, nos indica que:
Es preferible verla
como una triangulación perfecta que construye un sólo polígono; desde esta
perspectiva el punto de mira ya se puede dirigir más a un lado u otro del
triángulo porque siempre estaremos atrapados por la presión presencial de los
otros lados. Si vamos más adelante, tendremos que aceptar que las competencias
también son el producto de una serie de factores distintos entre sí, pero en perfecta
comunicación [...] Gracias al conjunto que forman las capacidades se logran las
competencias mediante un proceso de aprendizaje. A su vez, la o las
competencias logradas aumentan el poder de las capacidades con lo que el
proceso se convierte en una espiral centrífuga y ascendente que hace necesario
el planteamiento que dimana de la formación permanente: logro de más y mejores
competencias en el desarrollo evolutivo de las capacidades de la persona (pp.
2-3).
En la Figura 1 se representa dicho planteamiento.
Figura 1. Caracterización de las competencias (Ferrández, 1997, p. 3)
b) Las competencias sólo son definibles en la acción (Tejada, 1999a,
2002, 2004). En la línea de lo apuntado anteriormente, las competencias no son
reducibles ni al saber, ni al saber hacer, por tanto, no son asimilables a lo
adquirido en formación. Poseer unas capacidades no significa ser competente. Es
decir, la competencia no reside en los recursos (capacidades), sino en la
movilización misma de los recursos. Para ser competente es necesario poner en
juego el repertorio de recursos. Saber, además, no es poseer sino utilizar.
Pero aún más, en esta línea argumental cabría superar una interpretación
simplista de utilizar, para no quedarse en la mera aplicación de saberes.7Un formador, por ejemplo, desde esta óptica
no puede reducirse a la aplicación directa de los principios, teorías o leyes
de enseñanza-aprendizaje de un contexto a otro sin más. Pasar del saber a la
acción es una reconstrucción: es un proceso con valor añadido. Esto nos indica
que la competencia es un proceso delante de un estado; es poniendo la
competencia en práctica y acción como se llega a ser competente. Aún existe
otro matiz diferenciador en este punto, que distingue la capacidad de la
competencia y que, a simple vista, puede resultar irrelevante. El saber hacer
al que hacemos alusión no es un saber imitar o aplicar rutinariamente los
recursos de los saberes propios del individuo –esto estaría más cercano a la
capacidad–, el saber que aludimos es un saber-actuar. Como destaca Le Boterf:
Hacer sin actuar es poner en práctica (poner en ejecución) una técnica o
realizar un movimiento sin proyectar los sentidos y los encadenamientos que
supone,... mientras que el saber actuar pone un grupo de acciones... un
conjunto de actos donde la ejecución de cada uno es dependiente del
cumplimiento del todo o en parte de los otros (1994, p. 47).
La competencia, pues, exige saber encadenar unas instrucciones y no sólo
aplicarlas aisladamente. Incluso, desde esta óptica, puede llegarse a que el
saber actuar sea precisamente no actuar. Una buena reacción ante una situación
problemática puede ser precisamente no intervenir.
c) No es suficiente con
verificar qué elementos son constitutivos de las competencias. Hemos de
profundizar más y de ahí que recurrir a cómo se conforman.
Cabría pues, más
allá de lo dicho respecto a las capacidades y competencias, asumir que no es
suficiente con el proceso de capacitación –por ende, posibilitador de las
capacidades y apoyado en la formación–, sino que en este terreno la experiencia
se muestra como ineludible.
Esta asunción tiene que ver directamente con el propio proceso de
adquisición de competencias, como hemos indicado, y atribuye a las mismas un
carácter dinámico. De ello, podemos concluir que las competencias pueden adquirirse
a lo largo de toda la vida, constituyendo un factor capital de flexibilidad y
de adaptación a la evolución de las tareas y los empleos. En la Figura 2 se
representa este planteamiento.
Figura 2. Desarrollo de las capacidades y
las competencias (Tejada, 1999a, p. 26)
En síntesis, el concepto de competencia es indisociable de la noción de
desarrollo. No debemos olvidar que como resultante de dicho proceso de
adquisición también se incrementa el campo de las capacidades, entrando en un
bucle continuo que va desde las capacidades a las competencias y de éstas a las
capacidades e inicia de nuevo el ciclo potenciador en ambas direcciones, en un
continuum inagotable (espiral centrífuga y ascendente).
d) El contexto, por último, es clave en la definición. Si no hay más
competencia que aquella que se pone en acción, la competencia no puede
entenderse tampoco al margen del contexto particular donde se pone en juego. Es
decir, no puede separarse de las condiciones específicas en las que se
evidencia. En la dirección del análisis y la solución de problemas, en un
contexto particular en el que a partir de dicho análisis y para el mismo, se
movilizan pertinentemente todos los recursos (saberes) de los que dispone el
individuo para resolver eficazmente el problema dado. Pero ello no quiere decir
necesariamente que cada contexto exige una competencia particular, con lo cual
podríamos llegar al infinito interminable de competencias, sino que la propia
situación demanda una respuesta contextualizada. Es decir, de los recursos
disponibles del individuo, en una acción combinatoria de los mismos, se puede
–gracias a la flexibilidad y adaptabilidad, también como competencias– obtener
la solución o respuesta idónea para dicha situación. Ni qué decir de esta
conceptualización que permite simplificar las cosas desde la óptica de la
formación, sobre todo, porque desde planteamientos de formación inicial puede
acometer las genéricas, con una visión o proyección polifuncional; mientras que
el centro de atención de la formación continuada puede ser doble: desarrollo de
las competencias específicas, e incremento-desarrollo de las competencias
genéricas. Si nos referimos a la utilidad de la competencia profesional, podemos
constatar la importancia de la adaptación al contexto de trabajo. Esta
adaptación se manifiesta de maneras muy distintas: desempeño eficaz, efectivo y
exitoso, lograr la colaboración, resolver problemas, etcétera. Si ésta forma
parte de un atributo personal, pero además está relacionada con el contexto,
supone asumir que la competencia profesional puede adquirirse mediante acciones
diversas: procesos reflexivos de formación o procesos “ciegos” de aprendizaje
en el puesto de trabajo.
Por otra parte, la competencia es un conjunto de elementos combinados e
integrados, que deben evaluarse para desarrollar su utilidad. Así, cuando
asumimos que la competencia profesional se plantea en un contexto cambiante, es
coherente deducir su inevitable evolución y, por tanto, su necesaria
evaluación. Es decir, ser competente hoy y aquí no significa ser competente
mañana o en otro contexto.
III. La formación por competencias: apunte mínimo
En el momento actual, sobre todo desde el planteamiento del Espacio
Europeo de Educación Superior (EEES), el perfil profesional ha adquirido un
fuerte protagonismo en la formación de profesionales. Este referente se
convierte en un instrumento (un espejo donde centrar la mirada), en un contexto
donde el cambio y la necesidad se han erigido en los motivos prioritarios de
análisis y evaluación, a la hora de pensar en una formación que tenga validez
pertinente para garantizar el desarrollo regional y el progreso económico y
tecnológico de un país. Sólo así es posible concretar el modelo en un repertorio
de perfiles profesionales, sujeto a cambio, pero a la vez, superador de los
desafíos de la formación y el trabajo: transparencia, coherencia, movilidad,
polivalencia, flexibilidad, convergencia, correspondencia, homologación,
reconocimiento, serían algunos exponentes relevantes en la actualidad (Tejada,
2003). En un trabajo anterior insistíamos en la necesidad de referentes de este
tipo, articulados en un sistema nacional de referencia. De hecho, la propuesta
de modelo sobre este particular, que a continuación se apunta (Figura 3),
deriva de la propia situación española en relación con el propio desarrollo de
la Ley de las Cualificaciones y de la Formación Profesional (Ley Orgánica
5/2002). A los efectos de este trabajo, entendemos por un sistema nacional de
competencias profesionales aquel conjunto de elementos y mecanismos que
permiten establecer y/o regular la identificación, adquisición, evaluación y
reconocimiento de las competencias profesionales. Este breve apunte definitorio
tiene sus implicaciones. Por una parte, la concreción de sus elementos. En este
sentido, dicho sistema debe integrar en su seno elementos tales como perfiles
profesionales, orquestados en clave de familias profesionales, las cuales
deben, a su vez, concretar las competencias profesionales de las mismas, a
través de los diferentes repertorios o catálogos de competencias. Por tanto,
perfil profesional, familia profesional y catálogo de competencias se erigen
como los tres elementos base constitutivos de dicho sistema, desde una visión
meramente descriptiva.
Figura 3. Elementos configuradores de un Sistema Nacional de
Competencias Profesionales (Tejada, 2003, p. 3)
Por otra parte, desde una visión más funcional, en la medida que dicho
sistema se convierte en un referente tanto para el diseño, el desarrollo y la
evaluación de la formación, así como para la regulación y gestión del mercado
de trabajo, el mismo sistema puede integrar el catálogo modular de formación profesional
asociada a dichos perfiles, sus módulos formativos, y el sistema de
reconocimiento de dichas competencias profesionales (caso español, por
ejemplo). La lógica del sistema, ubicados en el ámbito laboral, parte del
análisis de las situaciones de trabajo. Establece, a partir de éste, el
catálogo de competencias profesionales necesarias para satisfacer las demandas
laborales. Las mismas se orquestan en los correspondientes perfiles
profesionales que se integran en las diferentes familias profesionales.9 A partir de este referente desde el
ámbito de la formación, sobre todo su diseño, podemos entrever las necesidades
formativas y establecer los diferentes perfiles formativos, con lo que se da
pie a la elaboración del catálogo modular de formación profesional, quedando
articulada de esta forma la oferta de formación profesional (títulos). Oferta
que afecta, por supuesto, a los distintos subsistemas de formación profesional
(reglada, ocupacional y continua) y su propia integración. En este momento del
desarrollo de la formación, no podemos olvidar que un sistema nacional de
competencias profesionales debe concretar también su propio sistema de
reconocimiento y certificación de dichas competencias, con independencia del
propio sistema de adquisición (formación o experiencia laboral), los
procedimientos y mecanismos reguladores del mismo. De ahí que este subsistema
sea también uno de los elementos fundamentales en la articulación del sistema
nacional de competencias (SNC). La descripción del SNC no debería agotarse
aquí, en sus elementos básicos y configuradores, sino que también habría que
considerar el conjunto de dispositivos que lo hacen viable, permitiendo su
funcionamiento. Con ello, estamos apuntando hacia los observatorios
profesionales como mecanismos básicos de actualización de las nuevas
necesidades, tanto de empleo como de formación. Su papel es clave en la
actualización de los viejos perfiles profesionales y en la definición de los
nuevos. Dichos observatorios profesionales pueden asumir diferentes grados de
descentralización, tanto sectorial como geográfica.10 No debemos olvidar en este punto que
el contexto de referencia no tiene que ser restrictivo al ámbito nacional. Hace
tiempo que el marco de referencia, así como los escenarios de actuación
profesional, fueron ampliados con el ingreso de España en la Unión Europea.
Desde este nuevo escenario se han realizado y se están realizando múltiples
acciones de convergencia, en clave de políticas y acuerdos de formación en esta
dirección. Prueba de ello son los intentos unánimes de definir un mercado único
de las formaciones (los acuerdos o declaraciones de La Sorbona, Bolonia, Praga,
Lisboa, Berlín, etc. serían fieles exponentes de lo apuntado). Con
independencia de los matices diferenciales que pudiéramos encontrar en los
diferentes modelos de sistemas nacionales, no cabe duda que prácticamente en la
mayoría de ellos se tiene como punto de partida las competencias profesionales,
con lo cual el camino hacia la homologación- convergencia-correspondencia se
acorta, incluso, se podría eliminar, si se lograse también dicho mercado único
de la formación y del trabajo en el ámbito europeo. La universidad, como
institución de formación profesional superior (Tejada, 2003), en este espacio
de interconexión e interdependencia, no puede ser ajena a las exigencias y
consecuencias de los nuevos planteamientos e incluso requerimientos. La fuerte
incidencia e interdependencia entre la educación y la sociedad debe hacer que
la universidad no se limite a “ir detrás del carro” de aquella, sino
convertirse en un agente de comprensión y cambio hacia un modelo deseable. Su
posición en este entramado es privilegiada. La modernización del sistema
económico impone exigencias cada vez más imperativas a los sectores que
impulsan esa continua puesta al día, concretamente en los sectores vinculados
al desarrollo cultural, científico y técnico. De ahí que estemos ante una
institución que está obligada a superar cualquier atisbo de enquistamiento y
necesita, para cumplir sus funciones básicas, una apertura y flexibilidad –si
cabe– cada vez más exigente. Nadie cuestiona su papel fundamental en lo
relativo a la creación, desarrollo, transmisión y crítica de la ciencia, la
técnica y la cultura; menos aún, la difusión, valoración y transferencia del
conocimiento al servicio de la cultura, de la calidad de vida y del desarrollo
económico. Pero simultáneamente ha de preparar para el ejercicio de las
actividades profesionales que exigen la aplicación de conocimientos y métodos
científicos. El giro copernicano en relación con el trabajo en la lógica
disciplinar o la lógica del perfil profesional es más que evidente y tienen sus
repercusiones en el propio diseño curricular de la formación basada en
competencias.
Todo cambio educativo repercute de inmediato en el modelo curricular. La
actual situación del mundo del trabajo en su conexión con la formación nos
predispone a la adopción de un modelo que no puede ser de alto índice
prescriptivo, sino que ha de consentir la intromisión de alternativas en los
programas y procesos. Ineludiblemente, estamos ante un planteamiento pedagógico
que, abandonando lo predecible, estable y permanente, ha de instalarse con
todas las consecuencias en lo impredecible, momentáneo y cambiante. En este
sentido, surgen automáticamente dos características básicas en tal quehacer: la
flexibilidad y la polivalencia. Ello se debe fundamentalmente al enmarcamiento
en las necesidades formativas para el trabajo, sin olvidar que tales
necesidades pueden tener una efímera existencia, pero que servirán de caldo de
cultivo para nuevas necesidades, a la vez portadoras de nuevas exigencias formativas
y no formativas. La polivalencia y la flexibilidad van a ser una constante en
los nuevos planteamientos pedagógicos de la formación para el trabajo. Esto
significa también que su presencia ha de darse en la planificación y el
desarrollo del currículum (Tejada y Ferrández, 1998). Desde esta óptica
consideramos que:
Para que un plan formativo sea flexible y polivalente es preciso, hoy
por hoy, pensar en diseños modulares, especificados en créditos y unidades
didácticas. Ahora bien, estos módulos tienen que llenarse de contenido, en
busca del logro de las competencias profesionales. No cabe duda que para que
esto sea factible, los módulos serán unidades mínimas, pero con sentido,
estructuradas en función del perfil profesional que se desee lograr.11 Es el perfil donde se determinan los
conceptos, los procedimientos, las actitudes y los valores que se requieren
para la consecución de la competencia. A su vez, los perfiles pertenecen a una
familia profesional concreta, por lo que el módulo, indirectamente, también
busca referencias a este macroindicador: la familia profesional. Se ha dicho
que a la vez es polivalente. Dicha polivalencia está presente en el interior de
los módulos. Sin embargo, su punto de arranque se encuentra en los perfiles. Se
verifica la presencia de competencias y capacidades generales para todos los
perfiles que componen la familia profesional. Aquí se enraíza la polivalencia,
en lo que es común para todos. Piénsese, por ejemplo, dentro de la familia
profesional de la educación en los perfiles del profesor de formación
profesional y el profesor de universidad; la competencia específica de diseñar
o programar la enseñanza no será totalmente diferente. Aunque haya aspectos
diversos, los habrá semejantes. En estos que son semejantes es donde se asienta
la polivalencia.
También cabe aludir a la flexibilidad y la polivalencia en el propio
proceso de enseñanza-aprendizaje. En este sentido, se planifican acciones en
función de objetivos, pero no se predeterminan, sino que se indica lo que
parece más lógico didácticamente. Es decir, de acuerdo con la experiencia, la
investigación, la reflexión y la contrastación del momento
enseñanza-aprendizaje, parece que lo más adecuado es seguir un planteamiento de
trabajo en grupo, con refuerzo individual, utilizando diversos media y terminar
en un debate coordinado por el profesor.
No queda aquí solventado el problema. Aún no hemos dicho nada respecto a
la polivalencia de las estrategias metodológicas. El caso es que el buen
dominio de estrategias, hasta llegar a la conjugación más adecuada para un
momento determinado, hace al profesor polivalente para distintas situaciones de
enseñanza. Del mismo modo, cuando un alumno ha llegado a familiarizarse con el
uso de distintas estrategias, ha logrado un nivel de polivalencia que le
permite enfrentarse con éxito a diversos estados y estadios de aprendizaje.
La opción modular por créditos, por lo tanto, es la más cercana a la
adecuación de las acciones formativas a las situaciones emergentes. Los módulos
o simplemente los créditos se acomodan, se amplían o se incardinan como nuevos.
Además, es también el modelo más idóneo para potenciar las acciones
recurrentes, en cuanto admite cualquier tipo de organización de la formación en
alternancia.12 Por último, la formación basada en
competencias, en tanto metodología de exploración de saberes productivos, nos
introduce de manera sistemática en la descripción de las actividades que se
aplican en la resolución de problemas vinculados a un perfil profesional
determinado, en los resultados esperados y en los conocimientos que se vinculan
en ellos.
Es una herramienta que permite establecer con precisión qué se demanda
hoy de los trabajadores cualquiera sea su nivel de responsabilidad o autonomía
en el ejercicio de su rol profesional. Pero además, nos permite analizar de qué
manera el desarrollo de estas exigencias vincula, cada vez más estrechamente a
los esquemas de: formación para el trabajo (off-job) y formación en el trabajo
(on-job) (Sladogna, 2003, p. 11).
IV. El prácticum por competencias
La lógica de la competencia justifica el desplazamiento o división del
trabajo entre el sistema educativo y el sistema sociolaboral. Sin embargo, no
descarta ninguno de los subsistemas de formación, sencillamente los reubica,
los dota de “nuevas competencias” y los integra. La misma definición anotada
con anterioridad sobre competencias nos realza la acción, la experiencia y el
contexto de actuación como claves, entre otras, en dicha conceptualización.
Esto nos predispone a dotar de sentido el prácticum, como espacio de
intersección, integración y encuentro de la teoría y la práctica, desde el
enfoque de las competencias. Pero a su vez, no basta con afirmar que es un
espacio privilegiado, sino que también hemos de fijar y propiciar las
condiciones para tal fin. Esto nos catapulta hacia una articulación particular
del mismo, desde su fundamentación hasta su organización, desarrollo y
evaluación.
4.1. Justificación psicopedagógica
Es incuestionable que el prácticum por competencias se erige en uno los
dispositivos clave de una formación integral para el trabajo. Varias razones
apoyarían esta afirmación. Ilustremos algunas de ellas.
El desarrollo de una competencia es una actividad cognitiva compleja13 que exige a la persona establecer
relaciones entre la práctica y la teoría; transferir el aprendizaje a
diferentes situaciones, aprender a aprender, plantear y resolver problemas y
actuar de manera inteligente y crítica en una situación (Gonczy, 2001, p. 39).
La formación en el contexto de trabajo, argumenta Levy-Leboyer, es
superior a cualquier tipo de formación, por cuanto: “Las experiencias obtenidas
de la acción, de la asunción de responsabilidad real y del enfrentamiento a
problemas concretos, aportan realmente competencias que la mejor enseñanza
jamás será capaz de proporcionar” (Lévy-Leboyer, 1997, p. 27).
De manera análoga se manifiesta Le Boterf: “Si la competencia es
indisociable de su puesta en marcha, su ejercicio es necesario para que se
mantenga. Las averías, los incidentes, los problemas o los proyectos son
oportunidades necesarias para el mantenimiento y el desarrollo de las
competencias” (1995, p. 18).
Como se ha apuntado en las razones precedentes, uno de los elementos
clave para el desarrollo de competencias es el de la experiencia. Así, la
pregunta que surge es, ¿qué experiencias deben promoverse para el desarrollo de
las competencias? También podemos ampliar la cuestión del siguiente modo:
¿todas las experiencias son válidas para el desarrollo de las competencias? e
incluso, a ¿qué tipo de competencias hay que atender?
Una primera respuesta rápida a la cuestión la podemos encontrar desde la
lógica de la tipología de competencias a abordar en un prácticum. Ahora, con
independencia de criterios clasificatorios hemos de apostar definitivamente por
las competencias específicas del perfil profesional.
Esto no quiere decir que no se trabajen o no se tengan en cuenta las
competencias básicas (básicas, genéricas, instrumentales o transversales); más
bien lo contrario: estarán presentes, aunque no sean el norte, como necesarias,
incluso, en más de una ocasión serán imprescindibles para poder afrontar las
competencias específicas del perfil. Lo que queremos indicar es que para que un
prácticum sea eficaz el alumno debe llegar a él equipado con las competencias
básicas que activará para la adquisición y el desarrollo de las competencias
específicas.
Otra respuesta nos la aporta Lévy-Leboyer (1997) desde la lógica de las
experiencias a propiciar. Concretamente nos apunta dos dimensiones a tener en
cuenta, para que las experiencias sean favorecedoras del desarrollo de
competencias: la dificultad y el desconocimiento. Así, cuando una actividad
plantea dificultad y es desconocida, es susceptible de tener un valor en el
desarrollo de competencias. No obstante, como apunta la autora, deben considerarse
los estilos de aprendizaje para saber si las experiencias (difíciles y
desconocidas) son aptas para el desarrollo.
De manera complementaria, se expresa Mertens (1998) cuando explicita dos
factores condicionantes del desarrollo de la competencia en las organizaciones:
La asunción de un determinado grado de responsabilidad por parte del
destinatario; es decir, que pueda actuar por su cuenta cuando haya que tomar
decisiones.
El ejercicio sistemático de la reflexión en y ante el trabajo en
cualquiera de sus modalidades.14 Así, el desarrollo de competencias
supone una estrecha colaboración entre lo que aporta el individuo al proceso de
trabajo y lo que la organización puede facilitarle para el desarrollo de sus
competencias (por ejemplo, tiempos y espacios de reflexión, posibilidad de
ejecutar el grado de responsabilidad acordado, etc.). Con lo dicho, la idea de
desarrollo toma sentido cuando se relaciona con los logros de la formación. No
sólo supone extender la formación a todos los contextos de la vida profesional
(durante la vida activa y mediante la misma), sino que además, se desarrolla el
propio concepto de la formación, incorporando elementos experienciales,
contextuales y de acción. Sirva de ilustración la afirmación de Mertens (1998,
p. 47): “En el momento de la realización de la función, el trabajador no sólo
aplica y practica conocimientos adquiridos en los momentos de reflexión y
capacitación ‘formal’, sino que también descubre y aprende trabajando,
desarrollando así su competencia”. No debemos olvidar que la reflexión en la
acción abarca el conocimiento en la acción, aquél que se revela en las acciones
inteligentes, ya sean observables al exterior o que se den internamente en las
personas. En ambos casos el conocimiento está en la acción, se evidencia a
través de la ejecución espontánea y hábil.
4.2. Implicaciones metodológico-organizativas
Para que la formación pueda ser un instrumento relacionado de manera
significativa con las competencias, y si se quiere con su desarrollo, es
preciso atender algunos aspectos fundamentales que la caracterizan y la
diferencian de otras acciones de formación no específicamente relacionadas con
las competencias.
La aportación de Bunk (1994) es significativa al respecto. Para este
autor, la transmisión de las competencias (mediante acciones de formación) se
basa en la acción. El desarrollo de la competencia integrada (competencia de
acción profesional)15 requiere de una formación dirigida a
la acción; es decir, puede y debe relacionarse con funciones y tareas
profesionales en las situaciones de trabajo con el fin de que la competencia
cobre su sentido genuino y global. De nuevo la insistencia en las competencias
específicas del perfil profesional. De este modo, en los procesos de formación
basada en competencias, los procesos de aprendizaje que se favorecen deben
orientarse hacia la acción del participante tomando como referente el marco
organizativo en el que la situación de trabajo es situación de aprendizaje.
4.2.1. En relación con las estrategias metodológicas
Si asumimos que hoy no basta con la competencia técnica, debemos
considerar además la competencia social, los procedimientos, las formas de
comportamiento, etcétera. También es cierto que debemos huir del desarrollo
aislado de cada una de las competencias requeridas si no queremos caer en una
perpetuación taylorista no útil en las condiciones actuales del contexto. Así,
será preciso optar por un enfoque global e integrado, sobre la base de las
estrategias metodológicas que toman como protagonista principal al alumno. No
cabe duda que la acción y la experiencia son importantes. Pero más allá de su
justificación psicopedagógica, conviene reparar en dicha acción. Más
concretamente, ¿cuáles son los métodos y formas sociales que deben tomarse en
consideración para que la formación, basándose en competencias, tome como
referente la acción a realizar? Lo primero que hay que advertir, como afirma
Mulcahy (2000), es que no puede darse un modelo general y generalizable en
relación con la formación basada en competencias. Como consecuencia de la dificultad
de un discurso unitario sobre la estrategia metodológica a activar en el
prácticum, somos partidarios de planteamientos más bien diversificados, por la
misma lógica de la diversidad contextual y de perfiles profesionales a los que
se debe atender, incluso los momentos de realización del prácticum
profesionalizador. Por tanto, es necesario proponer la concreción de cada
modalidad de formación, a la realidad contextual que se trate. En cualquier
caso, los métodos activos (en los que el discente es protagonista) son
imprescindibles para transmitir la competencia de acción profesional, puesto
que es mediante la acción como se aprende a actuar. En este sentido, son
múltiples las posibilidades de multivariedad metodológica. Con todo, creemos
imprescindible articular el prácticum a partir del aprendizaje basado en
problemas, el estudio de casos y el aprendizaje mediante proyectos,16 ya que permiten, además, una
orientación interdisciplinar (incluso transdisciplinar), cuando los alumnos en
su desarrollo necesitan recurrir a más de un área de conocimiento para
garantizar el éxito en la tarea. Además, una enseñanza de este tipo permite
superar la separación entre teoría y práctica, ya que los problemas prácticos
son los que guían a los alumnos en la elección de teorías relevantes.
Finalmente, las formas sociales ocupan un espacio específico. Sin ser métodos,
tienen sentido en cuanto a su transmisión por las actuales condiciones de
trabajo (en grupo, en equipo cooperativo, en base a necesidades específicas y,
en ocasiones individuales, etc.). De hecho, las estrategias metodológicas lo
implican, y lo que es más, exigen de la colaboración entre iguales y entre
profesores y alumnos (tutores). Son los miembros del grupo quienes se dan apoyo
mutuamente, los que se ayudan a comprender las teorías difíciles y a superar el
esfuerzo que supone la realización de un proyecto o la resolución de un
problema complejo. De la combinatoria de unos (métodos) y otras (formas
sociales) podemos encontrar fórmulas que, aun excediendo los propósitos de este
trabajo, no debemos dejar de apuntar. Nos referimos a los círculos de calidad,
los talleres de formación, las islas de formación, el coaching, el mentoring,
la rotación de empleo; sin descartar otras modalidades en alternancia. Eso sí,
con programas modulares de formación y de programas de créditos, que presuponen
dicha alternancia entre la formación teórica y el aprendizaje práctico ligado a
contexto (Tejada, 2004).
4.2.2. En relación con los actores implicados
Si la acción es clave en el desarrollo de competencias y el discente es
el protagonista principal en este planteamiento, no por ello debemos olvidar el
papel docente en este entramado. Es más, aunque no sea el protagonista
principal de la acción, sigue siéndolo del diseño, de la gestión y la
evaluación del prácticum. Hay que precisar, no obstante, que la función docente
en el caso del prácticum es asumida y distribuida entre diferentes actores, que
merecen particular atención. No debemos olvidar antes de su mínima descripción
que partimos de la idea de pluralidad y diferenciación funcional; además, la
naturaleza y calidad de su interacción, mediación e intercambio es fundamental
para el éxito del prácticum. En primer lugar, hay que significar los
conceptotes responsables que operan entre los ámbitos sociolaboral y formativos
en los que se desarrolla la formación. Su diálogo inicial es clave para el plan
de formación y el ajuste –disposición del dispositivo–. Supervisores de equipo,
directores de formación de empresa, coordinadores de titulación o directores de
departamento de institución formativa, etcétera, vendrían a constituir los
imprescindibles equipos para la concepción y el diseño del prácticum. Otro actor
clave es el tutor de empresa o centro de trabajo (hombre pivote), cuya
actividad es metodológica, al vincular las situaciones de producción o servicio
con la formación. Gestionar las acciones relacionadas con la integración y
acogida de los alumnos en el proyecto de formación, dar respuesta a las
cuestiones derivadas de la implantación del proyecto, captar, procesar y
difuminar informaciones para el desarrollo. Apoyar y orientar a los monitores,
intervenir en la evaluación, encargarse de los trámites de la certificación de
las competencias, entre otras, serían funciones vinculadas con este actor.
También podríamos contar con monitores (según sea el caso), que asumirían parte
de las funciones anteriormente apuntadas y que se integrarían en el equipo del
tutor de empresa.
Otro actor relevante en el proceso de prácticum es el tutor
universitario que hace de intermediario entre el escenario profesional y la
institución educativa. Algunas de sus funciones son: orientar y motivar en
situaciones y problemas que surgen, la concepción de dossieres o nuevos
documentos, según las necesidades escénicas, la evaluación de logros y la
asistencia pedagógica. Ni qué decir de que cada uno de ellos necesita una
formación y experiencia profesional, que les permita igualmente disponer de las
competencias necesarias de cada subperfil en el proceso de prácticum, ya que
como bien sabemos, es interdisciplinar desde el punto de vista del contenido.
De ahí que muchas veces no baste con un solo tutor para acometer las exigencias
de desarrollo del prácticum (desde su concepción hasta su evaluación por
competencias), sobre todo si proviene de una disciplina, y que apostemos por el
trabajo en equipo de formación para responder a dichas exigencias.
4.2.3. En relación con los medios y recursos
No cabe duda que un prácticum genera costes adicionales que, en todo
caso, se pueden considerar como reducidos si se valoran en función de la mejora
de la calidad de la formación que produce, la multiplicidad de agentes y
situaciones de aprendizaje que provoca; sobre todo, su alta capacidad a favor
de empleadores y jóvenes, para su inserción en el empleo.
En síntesis, debemos prever:
Una asignación económica complementaria en la institución educativa, con
el fin de tener cobertura sobre los gastos derivados del control, el
seguimiento, la evaluación y los materiales. Compensación a las empresas17 por los gastos derivados de la
utilización de materiales por parte de los alumnos, así como por su
autorización o monitoraje. Sobre este aspecto es difícil posicionarse. En
cualquier caso, existen fórmulas ya probadas, tales como las deducciones
fiscales, la compensación en cuotas de formación profesional, las
transferencias económicas por parte de las instituciones educativas, etcétera.
Otro punto relevante en este apartado es la implicación de las TIC en el
proceso de desarrollo del prácticum. Hay que beneficiarse de sus virtudes y
ventajas en las modalidades formativas semipresenciales (virtualización de
algunas prácticas), e incluso, e-learning. Algunas de las funciones que podemos
acometer con el uso de las plataformas informáticas con las que contamos en la
universidad, y que sin duda incrementan la calidad en dicho prácticum, son:
mantener el contacto con los alumnos que están en el escenario profesional,
orientar, facilitar o apoyar las prácticas, facilitar nueva documentación o
informaciones que los alumnos demanden, alimentar la relación, etcétera.
4.2.4. En relación con los centros de trabajo
Los programas de prácticum deben implicar la formalización de acuerdos y
convenios de colaboración entre agentes educativos, empresarios y agentes
sociales que, teniendo como objeto la concertación de un programa formativo,
posibiliten relaciones de mayor alcance y significación. Desde esta lógica
sobre partidarios de acuerdos macro18 entre la universidad, los agentes
sociales, los colegios profesionales, la administración educativa y las
agencias de certificación que se convierten en referente de los conciertos o
convenios a nivel micro, no olvidemos, que los mismos afectan tanto al diseño
(concreción de un proyecto de acción), el desarrollo (seguimiento, apoyo,
asesoramiento) y la evaluación (sistema-dispositivo-plan) del propio prácticum,
con la implicación de los diferentes actores afectados. Esta exigencia formal
viene a superar la improvisación o las relaciones personales coyunturales entre
la institución educativa y los centros de trabajo. Por tanto, han de
concretarse, además de lo dicho, la programación de la formación en la empresa,
las atribuciones y competencias de los tutores (de la institución educativa y
del centro de trabajo) u otros actores, y aspectos funcionales (horarios,
número de puestos formativos, accesos a otros servicios de la empresa o centro
de trabajo, seguros, responsabilidad civil, entre otros). Cabe, por último,
realizar una reflexión en relación con los centros de trabajo, porque no todos
son susceptibles de convertirse en espacios de prácticum. Esto decir que hemos
de contar con algunos criterios a la hora de la selección o el establecimiento
de acuerdos. Tres serían básicos: a) que su sector productivo coincida con la
familia profesional que se imparta, b) que corresponda con un sector emergente
y c) que cuente con capacidad para un número suficiente de puestos formativos,19 con posibilidad de accesos
tecnológicos actualizados.
4.3. Implicaciones evaluativas
La evaluación de las competencias, por sus propias características e
implicaciones, es una, sino la más importante de las tareas a acometer el
proceso de formación, en general, y en el prácticum en particular. Baste para
ello sencillamente reparar sobre la propia utilidad y sus consecuencias
socioprofesionales (certificación, reconocimiento, convalidación de
experiencia, etc.):
Para asegurar que la enseñanza y la evaluación estén al servicio de los
resultados requeridos.
Para facilitar el otorgamiento de créditos por la competencia adquirida
en otros lugares.
Para ayudar a los alumnos a comprender claramente lo que se espera de
ellos si quieren tener éxito.
Para informar a los empleadores potenciales qué significa una
cualificación particular.
Una mínima caracterización de la evaluación de las competencias nos
remite a una evaluación formativa, ya que es:
Concebida como un proceso –sin períodos rígidos ni cortos–, que respeta
al máximo el ritmo individual de cada persona.
Realizada durante la actividad normal del personal y, siempre que es
posible, mientras desempeñan sus funciones y tareas habituales. Es decir,
siempre en situaciones ligadas a la práctica laboral.
Interesada esencialmente en los resultados reflejados en el desempeño,
más que en los conocimientos.
Basada en las evidencias establecidas en la norma pactada, por lo que
las personas conocen bien los resultados a alcanzar.
Contrastada con las evidencias la actividad de las personas y no con el
de sus pares o grupos, como frecuentemente ocurre en los sistemas
tradicionales.
Dictaminada en términos de si la persona es “competente” o “aún no es
competente”, sin ponderación de notas o porcentajes.
Acordada entre quienes evalúan y son evaluados con el apoyo del tutor.
Delimitada a través de guías de evaluación, para evitar el uso de
diferentes criterios ante una misma norma, cuando intervienen varios jueces.
Como tal, exige también la articulación de dispositivos válidos y
fiables, con los cuales se pueda evidenciar que la competencia se posee. Aunque
no debemos olvidar de salida, que la competencia no puede ser observada
directamente, sino inferida por el desempeño. Esto obliga a determinar qué
tipos de desempeño y nos remite a la cantidad y cualidad de las evidencias que
debemos recoger.
4.3.1. Sobre el plan de evaluación
Eludiendo, en cualquier caso, las implicaciones que el proceso tiene por
la propia naturaleza de la competencia no debemos olvidar que cualquier plan de
evaluación de la competencia profesional (Echeverría, 2002) debe:
Precisar las finalidades de la evaluación (profesionalización
clasificación, certificación, etc.). Adoptar un enfoque de evaluación
individual, pero con estimaciones de la contribución a la actuación colectiva.
Determinar las áreas sujetas a evaluación personal y/o colectiva
(conocimientos, actitudes, etc.). Identificar las prácticas profesionales que
pueden servir de situación de evaluación, con especificación de criterios y
niveles de dominio.
Establecer con precisión el dispositivo en relación a quién evalúa
creíble, que sea aceptado y consensuado (comité de evaluación, coevaluación,
etc.).
Definir los procedimientos de recogida de información y construir los
instrumentos de evaluación.
Centrar la atención en el desempeño profesional en escenarios también
profesionales, y en búsqueda de evidencias del trabajo realizado hace que no
sean suficientes los métodos ni momentos evaluativos tradicionales para el uso
en la formación. Desde esta lógica interesa pues, contar con un plan de
evaluación con ciertos objetivos de referencias, los medios acordes de
evaluación, la naturaleza de los mismos y los momentos aconsejables.
Para tal pretensión seguiremos, en parte, el modelo propuesto por Le
Boterf (2001), que se observa en la Figura 4. Su interés estriba en la medida
de tres niveles de efectos de la formación.
Ver Figura 4. Medida de tres niveles de efectos de la formación (Le
Boterf, 2001, p. 471).
Aunque pudieran parecer excesivas las exigencias del modelo en relación
con el prácticum, todos los niveles son necesarios e imprescindibles, por lo
que no debemos quedarnos sólo en la activación de la competencia en el
escenario profesional, sino que debemos tener también presente con qué tipo de
equipamiento (recursos) se accede a dicho escenario profesional, como ya hemos
anticipado.
Una mínima descripción de los elementos del modelo nos indica que:
Las referencias pedagógicas explicitan los objetivos didácticos fijados
en las acciones de formación e identificados en los programas. Sirven para
evaluar en qué medida se dominan los saberes sujetos a evaluación y hasta qué
grado las personas han desarrollado su capacidad de movilizar estas
adquisiciones para construir la competencia de acción profesional deseada. Son
indispensables para construir las situaciones de prueba.
Las referencias de las competencias describen las actividades requeridas
con sus criterios de realización y de correcta realización. Sirven para evaluar
en qué medida las personas han construido las competencias adecuadas en
relación con las requeridas. Estas referencias son necesarias para construir
los protocolos de observación de las prácticas profesionales en situaciones de
trabajo.
Las referencias operativas delimitan los parámetros sensibles de
actuación, de funcionamiento o de los cambios cualitativos que se desean
conseguir como efecto de una acción o de un plan formativo. Sirven para evaluar
en qué medida éste ha influido en las condiciones de explotación, en las
actuaciones de la empresa o en alguna de sus unidades. El contenido de estas
referencias suele centrarse en la descripción de disfunciones y proyectos a realizar.
4.3.2. Sobre los instrumentos y sistemas de registro de información
No son pocos los instrumentos que pueden activarse en un dispositivo de
evaluación de la competencia profesional, dadas las características de la
misma. Sea como fuere, partimos del principio de la multivariedad y
triangulación instrumental, que nos lleva a integrar y, por tanto, a conjugar
coherentemente diferentes modos de recoger evidencias20 de la competencia profesional, como
puede apreciarse en la Figura 5.
Figura 5. Tipos de evidencias.
Dados los límites de este trabajo no nos vamos a detener en una
descripción detallada de la multivariedad de instrumentos para la evaluación de
la competencia de acción profesional en los escenarios profesionales. Solamente
vamos a centrar la atención en torno a tres de ellos, dada su relevancia e
importancia a tal efecto:
Protocolos de observación. Suelen ser cumplimentados por la jerarquía de
proximidad (jefe de taller, responsable de equipo, director del proyecto, etc.)
y es recomendable que su aportación se realice con un espíritu y unas
modalidades de coevaluación.
Aparte de los requisitos generales que han de cumplir este tipo de
protocolos, deben contemplarse algunas, como:
a) las referencias de los criterios de realización de las actividades
profesionales,
b) las evidencias de desempeño directo y de producto, y
c) el nivel de maestría o de actuación que concierne a las actividades
profesionales a observar.
Situaciones de prueba. Todas las actividades realizadas durante el
período de formación (realización de proyectos, estudio de casos,..etc.) pueden
ser consideradas como tales, aunque se suelen elaborar específicamente para
evaluar el logro de los objetivos esenciales del plan, al permitir valorar
hasta qué grado se han integrado los “saberes” potenciados y la capacidad de
combinación y movilización de las personas para actuar con competencia.
Para ello, debe estar:
a) enfocada a los objetivos formulados,
b) orientada a la resolución de problemas o proyectos a realizar,
c) configurada de tal manera que requiera la combinación y puesta en
práctica de todos los componentes de la acción profesional,
d) construida de forma lo más similar posible a situaciones de trabajo
reales,
e) condicionada por ciertas exigencias, restricciones y recursos que se
presentan con frecuencia en la práctica profesional,
f) concretada al máximo en cuanto a los resultados observables a
alcanzar.
Evaluación 360º. No es tanto una
evaluación final, sino más bien un incentivo para la reflexión personal sobre
la evolución del desarrollo de la profesionalidad, siempre que esta técnica se
utilice en determinadas condiciones. Suelen implicarse los niveles jerárquicos
superiores, los colaboradores, los subordinados y el propio afectado por la
evaluación del desempeño (autoevaluación).
Por encima de todo, requiere un contexto no amenazador ni conflictivo.
Es preciso un ambiente de confianza, asegurado por la publicación de las reglas
con una carta de explicación personalizada, por la confidencialidad a nivel
individual y la transparencia a nivel colectivo.
Entrevistas de balance. Éstas son esenciales a lo largo
de todo el proceso de desarrollo de la competencia de acción profesional, pero
especialmente al final. Se deben preparar, desarrollar y finalizar con sumo
esmero, tanto por parte de los monitores, como del tutor. Por ello, conviene
realizarlas tal como Le Boterf (2001, p. 421) aconseja proceder en los momentos
previos, durante y después de la entrevista anual.
En este balance final se debe recapitular sobre cuanta información
necesitan las personas para el reconocimiento público e institucionalizado de
su competencia de acción, a través de los certificados de profesionalidad.
A todo ello le podemos añadir otros instrumentos que pueden implicarse
en la evaluación, como pueden ser los cuestionarios de opinión, las
simulaciones, el portafolio, los diarios, el análisis de realizaciones o
productos, etcétera, e implican otras fuentes de información.
Sirva como reflexión final, que la selección y uso de instrumentos de
evaluación está relacionado con qué y cuánta evidencia es suficiente para
evaluar la competencia. A ello, también, hay que añadir el nivel de precisión y
la cantidad de riesgo que es aceptable. Es decir, si queremos ser precisos y
correr pocos riesgos, el dispositivo instrumental debe ser amplio y
multivariado; a la par, hay que garantizarle validez, confiabilidad, flexibilidad
e imparcialidad (McDonald, Boud, Francis y Gonczi, 2000).
Referencias
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14. Ley Orgánica 5/2002, de 19 de junio, de las Cualificaciones y la
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15. McDonald,
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16. Mertens, L. (1998). La gestión por competencia laboral en la empresa
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Grenoble: L’IUFM.
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la formación para y en el trabajo. Boletín Cinterfor,154, 9-34.
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22. Tejada, J. (1999b). Acerca de las competencias profesionales II.
Herramientas, 57, 8-14.
23. Tejada, J. (2000). La educación en el marco de una sociedad global:
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Diseño curricular para una formación completa y el reto profesional. Trabajo
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29. Vigotsky, L. (1995). Pensamiento y lenguaje. Barcelona: Paidós.
30. Zabalza, M. A. (2003). Competencias docentes del profesorado
universitario. Calidad y desarrollo profesional. Madrid: Narcea.
Para citar este artículo, se recomienda el siguiente formato:
Notas
1 La Revista Electrónica de Investigación
Educativa agradece al Dr. Miguel A. Zabalza Beraza y al la Secretaría del VIII
Symposium Internacional sobre el Practicum y las Prácticas en Empresas en la
Formación Universitaria, Poio 2005, por permitir la publicación de esta
conferencia.
2 En algunas situaciones de selección de
personal no se requiere de experiencia, pero sí se realiza una inmersión
profesional rápida a través de un curso de formación específico gestionado por
la propia empresa.
3 El Informe Pigmalión puede ser un
ejemplo ilustrativo de esta insuficiencia o distanciamiento entre el mundo de
la formación y las necesidades sociolaborales. De hecho, entre otros datos, se
alude a que 48 % de los universitarios españoles no están capacitados para
ocupar puestos destinados a titulados superiores; 42 % de los recién
licenciados tienen trabajos de escasa cualificación durante su primer año en el
mercado laboral y, como promedio, tardan 18 meses en encontrar un empleo
adecuado a su estudios.
4 En este punto de la reflexión somos
optimistas. La propia realidad envolvente personal y profesional en torno al
Espacio Europeo de Educación Superior (EEES), la experimentación de nuevas
titulaciones en clave del Sistema Europeo de Transferencia de Créditos
–European Credit Transfer System (ECTS)–, la implicación en proyectos de
integración de las tecnologías de la información y la comunicación en la
estrategia metodológica docente y discente, son algunos indicadores del cambio
apuntado que estamos experimentando.
5 Participamos de esta definición del profesor
Zabalza, pero queremos hacer hincapié en el PRÁCTICUM (con mayúsculas) para
diferenciarlo de las prácticas en los centros de trabajo. Para nosotros el
primero implica, no sólo el escenario real laboral, sino también el proceso de
inicio de la socialización profesional; por tanto, con independencia del tipo
de proyecto de acción profesional e inserción profesional que conlleva, exige
para poder activar las competencias profesionales, la actuación real con toda
la autonomía y responsabilidad en la ejecución. Se diferenciaría de las
prácticas, precisamente, en las que no se acometen todas las exigencias del
puesto o de las situaciones profesionales, sino que el acercamiento es más
puntual y con acompañamiento (demostración, muchas veces) del tutor del centro
de trabajo. Si esto es así, hay que acceder al puesto con todo el equipamiento
de recursos (saberes) competenciales a activar. Por tanto, como tal, el
prácticum sólo lo vemos al final del proceso de formación institucionalizada,
con estancias largas; mientras que las prácticas profesionales pueden
articularse en el currículum formativo, en momentos previos o durante la propia
formación bajo modalidades de visitas, estancias cortas, etcétera.
6 Hacemos hincapié en lo de dilema, en el
sentido que éste se refiere a un campo de acción donde existen siempre por lo
menos dos polos, y la solución nunca es la supresión de un polo, sino la
gestión de ambos. Con ello evitamos caer en las trampas interesadas de aquellos
bipolares falsos que insisten, por ejemplo, en que la profesionalización resta
el sentido genuino del enriquecimiento cultural, tradicionalmente
universitario, evitando o eliminando uno de los extremos de la polaridad que es
el perfil profesional, una de las claves hoy día de la formación profesional
superior. En el fondo, este posicionamiento no es más que una manifestación de
la resistencia al cambio, que ahora obviamos, pero justificaría otro trabajo
completo sobre el devenir de la universidad y sus actores.
7 En este documento se analizan más de 50
definiciones elaboradas en la última década.
8 Utilizamos saberes en plural en este
contexto, como el conjunto de saber (conocimiento), saber hacer
(procedimiento), saber estar y saber ser (actitud).
9 Dadas las limitaciones de este trabajo,
el propio proceso, los procedimientos y los instrumentos y técnicas de
elaboración del perfil profesional, no queremos dejar de notar en éste la
relevancia y significación de los agentes sociales, colegios profesionales,
estudios de expertos, destinatarios, etc.
10 Además, desde la misma lógica, hay que
reparar en la Red Integrada de Formación (los diferentes subsistemas), los
diferentes organismos para definir estándares, la Red de Instituciones o
Centros Homologados, etc. que obviamos describir. Todos ellos bajo los
auspicios de un Instituto Nacional de las Cualificaciones, como es el caso
español. Hay que considerar también que todo lo aquí apuntado requiere de un
reporte normativo importante. Desde una Ley General de Formación Profesional,
hasta el propio desarrollo específico, vía decreto-ley u otras variantes de
conformación normativa.
11 El módulo formativo vendría a
responder a una unidad de competencia.
12 Excede de los límites de este trabajo
reparar en esta modalidad formativa que cuenta con mucha tradición en la
formación profesional y múltiples sistemas educativos. Sólo queremos destacar
su característica desde los objetivos que persigue: Adquirir técnicas y
capacidades que por su naturaleza y características requieren medios, organizaciones
y estructuras productivas que sólo se dan en los escenarios de actuación
profesional. Contribuir a complementar los conocimientos, habilidades y
destrezas adquiridos en la institución educativa mediante las estancias en los
centros de trabajo. Aplicar los conocimientos tecnológicos adquiridos en los
centros educativos en situaciones reales de producción o prestación de
servicios. Fomentar el sentido de la autonomía, creatividad y responsabilidad,
posibilitando que el alumno aprenda a buscar soluciones y resolver problemas
profesionales que se le presentan en la realidad laboral. Conocer la
organización de las empresas y las relaciones laborales que se dan en cada
familia profesional. Facilitar la relación y el intercambio de in formaciones
entre el sistema educativo y el sistema productivo. En síntesis, desde la
lógica de los saberes, es el procedimiento más adecuado para comenzar a crear
saber sobre la realidad bien contextualizada del mundo laboral; saber hacer
para comenzar a manipular máquinas y artilugios usados en el mundo de la
producción; finalmente saber estar entre los medios y recursos que constituyen
el escenario profesional.
13 El propio Gardner asocia la inteligencia
con las competencias ejercidas en un contexto, considerando que: Una
inteligencia implica la habilidad necesaria para resolver problemas o para
elaborar productos que son de importancia en un contexto cultural o en una
comunidad determinadas. La capacidad para resolver problemas permite abordar
una situación en la cual se persigue un objetivo, así como determinar el camino
adecuado que conduce a dicho objetivo (1995, p. 34). De hecho, para el autor de
las inteligencias múltiples, estas actúan siempre en concierto y mezcladas. De
alguna forma, estamos cerca de la integración-combinación de saberes en la
línea también de Kincheloe, Steinber y Villaverde, 2004). Esta asunción también
nos remite al constructivismo social, sobre todo, en la línea de Vigotsky
(1995), por cuanto un espacio, un proceso y un contexto, llamados por éste
“zona de desarrollo próximo” organizan la adquisición de las competencias. La
actividad cognoscitiva se deriva de la interpretación precisa de escenarios que
posibiliten la actuación que una intencionalidad específica requiera, se deriva
también de representaciones mentales que, transformadas en imágenes, hacen
factible actuar. En síntesis, el sujeto desde su estructura cognitiva,
interpreta transformando los significados y las formas de significar acordados
en su contexto cultural y transforma esta interpretación logrando otros
significados. Esta estructura cognitiva no se refiere solamente a lo
conceptual, sino también a lo metodológico, actitudinal y axiológico: es un
proceso en constante construcción.
14 En formación, asumir el proceso
pedagógico como “reflexión en la acción” (pensar-actuar-pensar), favorece
considerablemente el aprendizaje y el desarrollo de competencias. Dicha
reflexión puede manifestarse en diferentes formas (Schön, 1992, p. 36):
Acciones espontáneas y rutinarias que pueden asumirse como estrategias para
resolver una tarea o un problema en una situación particular. En este caso el
conocimiento de la acción es tácito, formulado espontáneamente sin una
reflexión consciente. Acciones rutinarias que producen sorpresas, resultados
inesperados, agradables y desagradables, que pueden no corresponder con nuestro
conocimiento de la acción, pero llaman nuestra atención. Sorpresas conducentes
a la reflexión dentro de la acción presente. Función crítica que cuestiona las
suposiciones surgidas de la acción, permitiendo reestructurar estrategias de
acción. Reflexiones que dan lugar a la experimentación in situ, pueden probarse e idearse nuevas acciones.
15 En este punto es necesario detenerse
mínimamente, por cuanto la competencia de acción profesional integra todos los
saberes. Y siguiendo con el modelo de Bunk (1994), nos referimos a: Competencia
técnica (saber).- Conjunto de conocimientos especializados y relacionados con
un determinado ámbito profesional, que permiten dominar de forma experta los
contenidos y las tareas propias de la actividad laboral. Competencia
metodológica (saber hacer).- Saber aplicar los conocimientos a situaciones
profesionales concretas, utilizando los procedimientos más adecuados,
solucionando problemas de forma autónoma y transfiriendo las experiencias
adquiridos a nuevas situaciones. Competencia participativa (saber estar).-
Conjunto de actitudes y habilidades interpersonales que permiten a la persona
interactuar en su entorno laboral y desarrollar su profesión. Competencia
personal (saber ser).- Características y actitudes personales hacia sí mismo,
hacia los demás y hacia la profesión, que posibilitan un óptimo desempeño de la
actividad profesional.
16 No es el momento ni el contexto para
detenerse a analizar las virtualidades y potencialidad didácticas de tales
procedimientos. Baste afirmar que tienen suficiente y amplia investigación que
los respalda e, incluso, algunos son constitutivos de importantes innovaciones
en universidades europeas (Aalborg, Maastrich, por ejemplo) y americanas (como
el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey).
17 Un aspecto interesante a nuestro
entender, que vendría a optimizar la relación y la interdependencia
universidad-empresa, sería la asunción también por parte de la universidad en
cuanto a la formación continua que en la actualidad está cobrando mucha fuerza.
Con ello, llegamos a un acuerdo general en la línea de la integración de los
diferentes subsistemas de formación profesional, implicando todas las
exigencias de los mismos y a los actores sociales.
18 Estos acuerdos pueden tener carácter
sectorial. Incluso geográficamente, desde lo local, pueden llegar a niveles
internacionales. De hecho, hace tiempo que existe el prácticum internacional.
19 Los puestos formativos no deben
confundirse ni identificarse con puestos de trabajo, a fin de evitar
situaciones de subempleo u otras anomalías, así como evitar interferencias en
los sistemas productivos y en la organización del centro de trabajo. Los
puestos formativos no precisan disponer de un lugar fijo, permiten con ello la
movilidad y la flexibilidad del alumno.
20 Se distinguen tres tipos: Las
evidencias de conocimiento corresponden al equipamiento de recursos con los que
se cuenta. Pueden ser evaluables a través de pruebas (teórico y prácticas). Las
evidencias del proceso corresponden a aquellos elementos que indican la calidad
en la ejecución de una tarea. Son factibles de observación y análisis dentro
del proceso de trabajo. Las evidencias del producto corresponden a los
resultados o productos identificables y tangibles. Pueden usarse como
referentes para demostrar que una actividad fue realizada.
Conferencia magistral
Presentada en el VII Symposium Internacional sobre el Prácticum y las
Prácticas en Empresas en la formación Universitaria, Poio 20051Promovido por la Asociación
Iberoamericana de Didáctica Universitaria y organizado por Universidad de
Santiago, Universidad de Vigo, Universidad de A Coruña y Uned de Pontevedra. Poio,
Pontevedra, Galicia, España1 de julio de 2005.
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